Esta historia fue inventada, recreada, para nuestros niños del Turno Especial. Queríamos abordar el día de Andalucía de un modo diferente y con posibilidades diversas. Así, según el tiempo del que dispongamos, la edad, el número de participantes... Podemos:
- Elaborar un power point con una serie de imágenes (bajadas de la red por el morro) que ilustren el relato.
- Interrumpir el relato al llegar a cada provincia e intercalar una lectura relacionada con la misma; o bien con los pueblos que han poblao nuestra comunidad a los largos de los tiempos.
- Interrumpir el relato al llegar al delta y continuar con teatrillos de improvisación en pequeños grupos.
- Investigación sobre temas específicos. Ejemplo: almadrabas, riego por acequias, extracción del corcho, cultivo en invernaderos, deportes de alta montaña, explotación del esturión...
Una leyenda para nuestros orígenes
Texto de A.R. Barranco
Ilustraciones de Azucena Martínez
Un paraíso en peligro
Cuenta la
leyenda que hace unos 15.000 años, cuando los humanos que vivían en nuestras
tierras aun habitaban en cuevas y se alimentaban de raíces y frutos silvestres,
había una isla en el océano llamada Atlántida.
En el centro de
la isla había una gran montaña con mucha nieve. Cuando ésta se derretía formaba
siete ríos que bajaban en diferentes pendientes hacia el mar.
El agua dulce
era muy apreciada por todos; así que construyeron varias presas para retener el agua y aprovecharla para
regar, beber y jugar. Era un pueblo feliz que había aprendido a cantar y a
divertirse.
Por eso decidieron comentar el
problema con el hombre más sabio de los atlantes: Gerión, también llamado el hombre
de las tres cabezas: una para estudiar el firmamento, otra para velar por su
tierra y la tercera para ayudar a su pueblo.
Gerión escuchó
a su pueblo, comprendió su miedo. Él
sospechaba que había un volcán muy por debajo de la isla que amenazaba con arrasarlo todo. Gerión pensó durante
bastante tiempo cual sería la mejor forma de afrontar la catástrofe que se
avecinaba y no encontraba ninguna solución; pero tampoco quería asustar más a
sus vecinos; así que prometió averiguar lo que estaba pasado y cayó su propia
inquietud.
Un día, bajo a la costa, como quien se da un agradable
paseo; pero algo le rondaba en la cabeza. Buscó el taller de Aeva, la
constructora de barcos. Pero, cuando vio a la joven, no pudo pensar ni decir
nada. Tropezó varias veces, rompió unas tablillas que había apoyadas en un
banco y metió un pie en un cubo de agua. Aeva se puso seria y le pidió que se
fuera; pero por dentro se sonreía por lo
nervioso que se había puesto el hombre más sabio y, según ella, más atractivo
de la isla.
La siguiente vez que se vieron fue en la poza del río
que llamaba Argal. Aeva solía ir allí, como muchos atlantes, para tomar baños
calientes; pero Gerión, cada vez más preocupado, había ido para tomar la
temperatura del agua. Esta vez fue Aeva la que se acercó a él y, sentándose a su lado, le preguntó por su visita al
taller.
Gerión no podía remediar tartamudear cuando ella
estaba cerca; pero a pesar de todo le pidió que le hablara de su trabajo con
los barcos y terminó preguntándole si sería posible construir uno con un palo
largo en el centro al que se le pudieran enganchar algunos trapos grandes. De esta
manera se podría aprovechar el empuje del viento para navegar más deprisa. A
una chica curiosa y resuelta como era le encantó la idea y no pasaron dos días
que ya estaba manos a la obra.
Gerión
visitaba el taller con frecuencia, para ver como iba el trabajo y comentar la
mejor forma de hacerlo. Ya no tropezaba tanto; pero seguía tartamudeando, sobretodo
cuando ella se le acercaba. Aeva se daba cuenta y le gustaba; pero también se
dio cuenta de que, el día en que él no aparecía por el taller, se sentía triste
y ansiosa al volver a casa. Así que, decidida, como era, le propuso compartir
su vida, sus sueños y su futuro.
Gerión aceptó sin pensarlo, sin comprender que cuando
una pareja decide compartir su vida no puede tener secretos… y él los tenía:
sabía que la isla iba a desaparecer muy pronto y que él no podría hacer nada
por impedirlo.
Una noche en que se habían dado muchos besos de
piquito, Aeva le pregunto en que pensaba cuando miraba la montaña y se ponía
tan serio; y él, por primera vez, le contó la verdad. Aeva escuchó en silencio
a aquel hombre que tenía su confianza, su respeto y su corazón. Pensó en el
barco que habían diseñado juntos y comprendió la verdadera razón del encargo:
buscar una nueva tierra para su pueblo y entendió su tristeza pues no todos los atlantes tendrían una
oportunidad. Aeva abrazó dulcemente a Gerión con la seguridad de que entre los dos
habría algo más que esperanza.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhLDRr4haSosXsJbnZUyUHGbgPi0-YYOeK9k3EsOBO1-EXczRvM_G8IQ9brhcCh91upuaNeh4NrWCFtTxMlocdWSeTwmUt4ScBgq21M61XNlDElx_ILTrnABATAnAZogRrRvc8GqipzOMA/s320/nacimiento.jpg)
Tartess pasó su niñez jugando, aprendiendo y sobretodo disfrutando del
amor de sus padres y de todos los que le rodeaban.
Y, demasiado pronto, se convirtió en un muchacho
fuerte, inteligente y decidido. Muchos
de sus amigos se habían preparado, como
él, para la gran misión. Partirían en los barcos de dos en dos; en todas las
direcciones posibles, buscando tierra firme para un nuevo mundo.
En el embarcadero del Sol Brillante quedaron unos pequeños esquifes para la pesca
y en el muelle más cercano al mar…Gerión, con el corazón roto.
En el camino de los sueños
Durante varios días, Tartess y Wan-cha navegaron con
las velas desplegadas al sol naciente. Pero cada vez hacía menos viento y
terminaron y turnándose para remar.
Wan-cha lo hacía de día, vigilando siempre su propia sombra para no desviarse
del rumbo. Tartess remaba de noche orientándose con las estrellas.
Al sexto día Tartess se tumbo agotado, hambriento y
sin esperanzas. No podía dormir; en su mente se confundían la voz de su padre y
el ruido de los remos que Wan-cha movía cada vez más despacio. Entonces le
pareció oír un chapoteo diferente. Intentó abrir los ojos pero no pudo y al
cabo de un momento le pareció que él mismo flotaba en un mar tranquilo y tibio
que le invitaba a dejarse ir, a abandonarse a una muerte segura.
Con un último pensamiento se dio cuenta de que estaba respirando y de
que, aunque tenía los ojos cerrados, estaba contemplando el fondo del mar en
toda su profundidad.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhmeeaQEcJr8pqXM6aSW5gtCYaKhRE_MGuxBvc06w_UOVqc9T7f5tZwvzMFQ4CSK6pcuOwfTJFfgxJ-Ph_gltbE9xnP5WUyAs8t88Mh9xzAtjGdaG2LP1u6Lzk4IbZ5bubbpQSXP3e34o/s320/sirena.jpg)
Cuando despertó el sol estaba alto. Su compañera de
viaje seguía con los remos en las manos; pero ya no se movía. Se levantó y la
ayudo a meterse debajo de la estrecha sombra de las velas. Ya no remarían más.
Se dejarían acunar por las olas y
confiarían en el mar.
Tartess no podía olvidar su sueño. La sonrisa de la
bella sirena le transmitía la seguridad de que todo saldría bien.
Al ponerse el sol notaron una leve brisa en la cara y
consiguieron fuerzas para incorporarse y beber un trago de agua que aun les
quedaba. Fue entonces cuando vio en el mar algo diferente; un color más
intenso, un rizo de olas diminutas, un frescor en el aire… cogió de nuevo los
remos y se dirigió hacia aquella franja de mar que se extendía delante de su
barco como una carretera de cuatro
pistas; era una corriente marina.
Cuando el barco se acercó bastante, un fuerte golpe de
aire hincho las velas y los remolcó como volando a través de las olas, sin
pausa, en la buena dirección. Durante la noche se dieron cuenta de que no
viajaban solos. Un grupo de delfines nadaba alrededor del barco y parecían
reírse y parlotear entre ellos. Saltaban y jugaban todo el rato; nadando
siempre por delante como si quisieran ayudarles a ir más y más deprisa.
Al amanecer del séptimo día vieron tierra. Lo habían
conseguido. Su padre tenía razón; había tierra firme al otro lado del mar y,
por tanto, la esperanza de un mundo nuevo para su pueblo.
Unos días más tarde Tartess y Wan-cha habían
enconchado agua y alimento, se habían repuesto de la dura travesía y se
disponía a explorar tierra adentro; cuando un grupo de hombres y mujeres
vestidos con pieles se acercaron a ellos.
Eran gente primitiva que casi no sabía hablar y mucho menos su idioma
pero pronto se entendieron por gestos y dibujos en la arena.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh1X4bH0ViaMQD-7Il8qNlUQwyDaRojxHQpH7NV4TOcqt7vnS2Tf9KYM8XfChcVl_YkaySJf1atGRvgOtWymVOBcj_KYjFGhBb6lOMTYPKltrdmA3xDGEfbEM3MenN-r6KaL9iTqff0Ntw/s320/Teide.jpg)
Durante
los meses siguientes convivieron juntos. Nuestros amigos les enseñaron nuevas
formas de pesca, diferentes maneras de preparar alimentos en el fuego y a
construir techos de madera delante de las cuevas donde vivían; pero lo que más
les interesó fue la forma de tratar a unos animales que vivían sueltos por los
campos muy parecidos a las cabras. Los atraparon, les sacaron la leche, les
enseñaron a elaborar queso y a aprovechar mejor las pieles de los que morían.
Los habitantes se convirtieron en unos excelentes pastoreros.
Pero Tartess se dio cuenta, después de varias
excursiones, de que aquella tierra era una isla y no quería que la historia de
su pueblo volviera a repetirse. Debía embarcar de nuevo y buscar tierra firme
donde comenzar una nueva vida sin la amenaza del fuego.
Y, a pesar de que Wan-cha no pensaba igual, (ella
tenía muchos conocimientos que ofrecer a aquella gente y además Teide parecía
cada vez más interesado en mantenerla a su lado) él estaba decidido a continuar
su viaje en busca de una nueva Atlántida, aunque fuera solo.
Muy a su pesar, sus nuevos amigos le ayudaron a
preparar agua y alimentos para muchos días y una mañana se hizo a la mar entre
abrazos y lágrimas.
Con el tiempo, Wan-cha terminó haciendo su vida con
Teide y tuvieron varios hijos, fuertes como su padre y sabios como su madre, a
los que todos llamaban los hijos de Wan-cha (todavía hoy, las gentes de
aquellas tierras son conocidos como los guanches).
Tartess siguió su viaje durante bastantes días,
siguiendo siempre la corriente marina que le había ayudado a llegar a la isla
de Teide; hasta que un día avistó una nueva tierra en el horizonte. El corazón
le latía deprisa. Quería llegar cuanto antes. Tenía el presentimiento de que
aquella era la tierra que buscaba; pero también que ya era demasiado tarde para
salvar a su pueblo.
Saco los remos y estuvo remando durante el resto del
día y cuando el sol estaba cerca del horizonte algo oscureció el cielo casi
completamente. Cuando se giró para ver que pasaba vio que un gran muro de agua
se levantaba a su espalda y se acercaba rápidamente.
Su mente se quedó en blanco. Este era su fin; pero de
pronto se acordó del sueño que tuvo con su madre y confió una vez más. Dejó los
remos en el suelo del barco se abrazó al mástil y espero.
Dos día más tarde, varios niños andaban por la playa
recogiendo conchas y peces muertos que había dejado el tsunami a su paso,
cuando vieron a un hombre tirado en la orilla. Parecía muerto; pero aún
respiraba.
Los días
siguientes fueron para todos como volver a nacer. Tartess tenía un nuevo pueblo
y aquellas gentes descubrieron poco a poco gracias a su nuevo amigo el valor,
la sabiduría y el poder que te da tener un propósito.
La tierra del delta
Tartess vivió entre ellos hasta la edad de dieciocho años. Recorrió
todas las tierras del delta, fundó un pequeño pueblo al que llamó Atlanterra. Les transmitió todos los conocimientos que
tenía de su niñez en la
Atlántida y se convirtió en el hombre más querido y respetado
por todos.
Uno de los conocimientos que más le ayudó a ganarse el
respeto de aquellas gentes que ahora consideraba como su pueblo era su
habilidad para la pesca que junto a la utilización de la sal para conservarla,
se convirtió en el mejor recurso para su alimentación.
Allí en las salinas conoció a Almadraba, una niña
vivaracha y soñadora con la que simpatizó enseguida. Una mañana en que recogía
la sal para cambiarla río arriba por otros productos, Almadraba le contó a
Tartess su sueño. Construir una gran trampa para pescar el gran atún rojo. A
Tartess le pareció una estupenda idea. Al principio les costó mucho convencer
al resto de los pescadores; pero terminaron discutiendo el tema en serio y
dedicaron mucho tiempo y esfuerzo en el gran proyecto.
Otro de sus
grandes amigos, quizás el que más, era Argantonio, un joven curioso y tenaz;
que confiaba en Tartess ciegamente y sabía que su amistad era la promesa de una
vida llena de aventuras y grandes cambios.
No es de extrañar que juntos recorrieran las tierras
hacia el oeste; intentando establecer contacto con nuevas gentes y ayudando a
mejorar su forma de vida.
Una tarde, después de cruzar un río al que llamaron
Tinto, Tartess reconoció en la tierra el color de los metales y recordó el día
en que, siendo muy niño, Gerión, su amado padre lo llevó a la fundición. Esa
misma noche, al calor de un buen fuego le contó a Argantonio como su pueblo
calentaba un cierto tipo de tierra hasta que se obtenía una pasta a la que,
cuando se enfriaba, llamaban metal.
Argantonio se prometió a si mismo intentarlo tantas
veces como hiciera falta hasta conseguirlo. Tres años más tarde y después de
muchos intentos tenían una verdadera fundición de la que salían ollas,
herramientas y escudos. Abastecían a muchos pueblos de los alrededores y los
llevaban hasta Atlanterra, la ciudad del Delta. Una vez repartido todo el
metal, quedaban con las carretas en las
marismas para volver juntos entre el polvo del camino.
Pero Tartess sentía que su propósito no estaba
cumplido. Sabía que si continuaba con la empresa de la fundición nunca sabría
como era aquella tierra. Estaba decidido a remontar el río hasta llegar a la
montaña donde tenía su nacimiento y desde allí comprobar que aquella tierra no
era una isla y que la montaña no tenía fuego en su interior. Así que propuso a
todo aquel que quisiera acompañarlo la gran aventura.
A la edad de 23 años había construido varios barcos
pequeños y había reunido a un buen número de jóvenes aventureros dispuestos a
descubrir nuevas tierras, a conocer nuevas gentes y a compartir sus
conocimientos y sus esperanzas de una vida mejor.
Prometió a Argantonio que regresaría cuando estuviera
seguro de haber cumplido con la misión que le encargó su padre y entre los dos
construirían una ciudad como recordaba que fue un día el hogar de su niñez. A
Almadraba no pudo prometerle nada; ella le había ofrecido su corazón; pero él
no podía corresponderle como se merecía.
Remontando el gran río
Con la crecida de las aguas empezó la gran travesía.
Tartess y sus amigos aventureros remontaron el Gran río con los pequeños
esquifes cargados de sal, pescado seco, algunas ollas y herramientas de metal,
hasta que el río perdió profundidad y tuvieron que dejar los barcos. Allí
decidieron montar un campamento al que llamaron Ispal, donde se quedaron unos
cuantos para tener siempre contacto con
la ciudad del Delta y transportar materiales y noticias. Con el tiempo el
campamento se transformó en una gran ciudad que fue conocida como Isbilia.
A partir de allá Tartess y sus amigos remontarían el
río a pie y explorarían las tierras de sus vertientes entablando relación con
las gentes primitivas que se encontraban, intercambiando materiales y
conocimientos; pero buscando siempre la fuente de sus aguas.
Así pasaron el resto de la primavera y el verano; pero
cuando las aguas menguaron decidieron seguir la ruta hacia el sur e intentar
pasar el invierno en la vertiente sur de una gran cadena de montañas que se
extendían en esa dirección.
Al otro lado se abría una gran cuenca que bajaba hasta
el mar. El clima era muy suave y sus gentes hospitalarias, despiertas y
entendían muy bien de tratos y trueques.
Allí, a orillas del mar, Tartess pasaba muchos días
pescando y pensando. Un día vio acercarse a la orilla un pequeño barco muy
parecido a los que construía Aeva solo que éste parecía más ligero y manejable,
tenía las velas cuadradas y en la proa, tallada en madera, la cabeza de un
hombre con la larga cabellera al viento. El corazón de Tartess galopaba como un
caballo salvaje y el recuerdo de sus padres se apoderó de él con una esperanza
renovada.
Pero el único tripulante del barco era un joven
aventurero llamado Fenicio que venía desde lejanas tierras recorriendo la
costa.
Traía consigo unas ánforas con un líquido denso, transparente y muy
rico al que llamaba óleo. Este líquido era muy apreciado por todos y cada vez
que venía era recibido con gran alegría. Lo utilizaban para muchas cosas pero
lo que más les gustaba era el sabor que le daba al pescaíto cuando lo cocinaban
con él.
En las largas noches de invierno, Fenicio le describió
el mar por el que navegaba desde los doce años, las islas y las costas en las
que atracaba y hacía sus negocios; pero lo que interesó más a Tartess fue la
historia de su barco. Fenicio había
llegado a las costas de la gran tierra de Hércules en medio de una gran
tormenta que había destrozado su barco casi completamente.
Unos días más tarde conoció a una mujer muy interesada
en los barcos, el mar y las gentes que navegaban por él. Ella le ayudó a
construir un nuevo barco, al que puso las velas al estilo del pueblo de Fenicio
y colocó en la proa una talla de madera que representaba la cabeza de hombre
con los cabellos al viento.
La mujer había perdido a su marido en una gran
inundación y esta era la imagen de su
recuerdo.
Tartess conocía muy bien las manos que habían
construido aquel barco y los rasgos del mascarón de proa. La esperanza de
encontrar de nuevo a su madre arraigó en su pecho ese invierno varias veces se
imaginó a si mismo surcando el mar en dirección al sol naciente en busca de
aquella mujer.
Pero no se dejó arrastrar por sus impulsos. Permaneció
en la costa compartiendo con Fenicio su experiencia y sus anhelos. Le habló de
su isla natal y de su nueva tierra, el Delta, de su amigo Argantonio, de la
fundición y comercio del metal y le habló de su amiga Almadraba, de su
imaginación y tenacidad, de su gran corazón.
Fenicio no
necesitó más; en la primavera se haría a la mar nuevamente, dispuesto a
recorrer la costa hasta en Delta y, con suerte, descubrir el amor.
La niña de los ojos negros
Durante los últimos días del invierno, Tartess, junto
a todos los que quisieron acompañarle, escaló de nuevo la montaña y volvió al
cauce del gran río y pasaron la primavera remontando sus aguas hasta el inicio
de un nuevo verano.
Esta vez abandonó el cauce hacia el norte, donde se alzaban unas
montañas oscuras, llenas de vida y frescor. Allí encontraron un pueblo alegre
que había conseguido domesticar caballo, jabalíes y gallinas. Un pueblo que
usaba el fuego para cocinar pero también para unir a sus gentes en
celebraciones nocturnas donde cantaban y bailaban hasta el amanecer.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj1TtVN9qDqtSrva3Ob2cdesOIgJ43a51Ri6cAUlVWDRVXauq25tCxMypB4pSmy4SdKzqSudrwDVFUwYB2Ph1W0EgwcILHi3ZPoiC-1NC5HUROfEbhTBCPH-2kxGu__37A4YNcBowpABew/s320/Tinar.jpg)
Los días se hicieron cada vez más cortos y el frío
terminó por hacerse dueño de la montaña. Tartess decidió pasar el invierno con
sus nuevos amigos en las cuevas que les servían de refugio y vivir el amor comprendiendo que su vida no tendría sentido
lejos del misterio de aquella mujer.
Durante el día reunían leña para el fuego, cuidaban de
sus animales y fabricaban recipientes con la corteza de algunos árboles.
Tartess les regaló una gran olla de metal y todo el pescado en salazón que les
quedaba. Al anochecer se reunía con Tinar y hablaban; unas veces con palabras
pero casi siempre en silencio, sobre su vida pasada, sus anhelos, sus
propósitos… Así fue como Tinar supo del largo viaje de Tartess y la razón por
la que éste debía continuar su camino.
Entonces, un frío amanecer de primavera, cuando el
sueño vencía los ojos de Tartess, Tinar entrelazó sus manos en las suyas y le
susurró “iré contigo”.
El nuevo remonte por el río transcurrió con mucha más
compañía puesto que muchos de los habitantes de la sierra se unieron a la
travesía. Día tras día Tartess comprobaba que el cauce siempre continuaba hacia
el Este remontando una cadena de montañas que parecía no tener fin. Pero un
atardecer de mediados de verano llegaron a las fuentes.
A pesar del calor del día aquella noche fue fresca y
húmeda. El nacimiento del río no parecía tener un sitio concreto; las aguas
manaban de la tierra por todas partes y reflejaban el resplandor de la luna
como lo hacían los ojos de su amada Tinar.
En los días siguientes Tartess y sus amigos exploraron
la zona, tomaron la temperatura del agua y buscaron indicios de movimientos de
tierra como hacía su padre en los lejanos días del fin de su isla. Nada.
Definitivamente esta era la tierra para un nuevo mundo. Si Gerión y Aeva
pudieran verlo, si pudieran compartir con ellos la plenitud de su corazón
. Unos días más tarde Tinar le habló de los espíritus y de cómo su
pueblo honraba su recuerdo a través de ceremonias que traspasaban el tiempo y
el espacio. Así fue como decidieron plantar unos tejos, que el pueblo de Tinar
consideraba sagrados, para que perduraran por miles de años y fueran el reflejo
del gran respeto que sentían por aquella tierra y por todos los seres que la
habían habitado y por todos los que la habitarían en el tiempo que estaba por
venir.
Al fin un hogar
Pronto descendieron nuevamente por el cauce del río,
dispuestos a emprender el camino de vuelta antes de que el frío del invierno
les atrapara en la montaña; pero era demasiado tarde. Las primeras nieves les
sorprendieron sin refugio y ya casi no les quedaban alimentos. Tartess decidió
entonces dejar el cauce y seguir hacia el sur. No era la primera vez que soñaba
con su madre cuando la situación se hacía insostenible, y aquella noche Aeva
era una anciana mujer con aros en las orejas que, sentada a la entrada de una
cueva, le sonreía y le señalaba una gran montaña nevada hacia el sur.
Aunque aquel invierno fue largo, frío y penoso, tuvieron la suerte de
encontrar un gran valle con forma de olla en el que abundaban las cuevas. Este
era el mejor refugio que se podría tener; pero a pesar de todo se pasaban gran
parte del día cavando y ahondando las cuevas en parte por mejorar las
condiciones del refugio, en parte porque este trabajo los mantenía calientes y
alegres. Cuando llegó el buen tiempo había conseguido unas viviendas acogedoras
y seguras y, además, una forma de vida que muchos de ellos quisieron continuar
allí.
Tartess, Tinar y otros más aventureros continuaron su
viaje hacia el sur en cuanto los días empezaron a ser más largos. Todavía
tuvieron que atravesar varios parajes
nevados hasta que el terreno empezó a descender hacia un gran valle contenido
por la montaña más alta e imponente que jamás habían visto sus ojos. La nieve
fulguraba como la sonrisa de la anciana Aeva de su sueño y el valle era la
promesa de un vergel como una nueva Atlántida en todo su esplendor.
Descendieron ilusionados hasta la que más tarde sería
la vega de una gran ciudad; pero esa noche la pasaron a orillas de un pequeño
humedal al que Tartess dio en llamar el estanque Tinar, como prenda de su amor.
Entonces
Tartess emprendió un nuevo viaje. Esta vez seguiría hacia el sur e intentaría
rodear la montaña. Su intención era encontrar de nuevo el mar. Su esperanza,
volver a estrechar los brazos de su madre.
Así
fue como en el verano en que ya cumplía los 33 años y después de recorrer la
vertiente sur de la sierra nevada llegó a la costa que miraba al sol naciente;
el final de aquella magnífica tierra que descubrió hacía ya casi veinte años.
Cada mañana Tartess y Tinar recorrían la playa; a
veces con el agua mojando sus pies, a veces encaramándose a las rocas, oteando
el horizonte sin fin. Con frecuencia se adentraban en el mar intentando dominar
el movimiento de brazos y piernas que les permitía flotar y desplazarse; pero
Tartess no perdía la oportunidad de preguntar a la gente con la que se
encontraba por la mujer que construía barcos; pero nadie sabía de su
existencia.
Y fue un sueño, como tantas veces, el que le puso en
el camino del encuentro. Esta vez Aeva se mostraba de pie, con las piernas
abiertas y los brazos extendidos sosteniendo en ellos el arco iris.
Esa
mañana cuando Tartess abrió los ojos tenía en ellos el brillo de la esperanza.
Ya no volvería a preguntar, ni otearía inquieto el horizonte; ahora sabía que
la encontraría.
Unos días más tarde se desató una gran tormenta. Las
gentes de la costa abandonaron sus chozas de la costa y treparon las colinas en
busca de refugió. Tartess y Tinar ayudaban como podían a acarrear
alimentos, acompañar a los niños o
socorrer a los ancianos. Toda una noche de incertidumbre, de riadas y
chaparrones hasta el amanecer.
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Y justo allí, bajo el arco iris, estaba ella, con el
cabello completamente blanco, con su sonrisa de sirena, de gitana, de madre;
con los brazos extendidos y sus fuertes piernas bien plantadas en el suelo.
El encuentro de Aeva cerró el gran círculo de la
leyenda; todo lo demás quedó perdido con el pasar de los años y el devenir de
la historia.
Tartess nunca tuvo hijos pero todos los
que le conocieron y los que vinieron después somos sus descendientes, los hijos
de Tartessos, gentes hospitalarias, tolerantes, curiosas y ávidas de
conocimiento; hermanos en el mismo propósito que el padre de nuestros orígenes:
hacer cada día de nuestra tierra un mundo mejor.
A.R. Barranco