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domingo, 10 de marzo de 2013

Leyenda para Andalucía


Esta historia fue inventada, recreada, para nuestros niños del Turno Especial. Queríamos abordar el día de Andalucía de un modo diferente y con posibilidades diversas. Así, según el tiempo del que dispongamos, la edad, el número de participantes... Podemos:
- Elaborar un power point con una serie de imágenes (bajadas de la red por el morro) que ilustren el relato.
- Interrumpir el relato al llegar a cada provincia e intercalar una lectura relacionada con la misma; o bien con los pueblos que han poblao nuestra comunidad a los largos de los tiempos.
- Interrumpir el relato al llegar al delta y continuar con teatrillos de improvisación en pequeños grupos.
- Investigación sobre temas específicos. Ejemplo: almadrabas, riego por acequias, extracción del corcho, cultivo en invernaderos, deportes de alta montaña, explotación del esturión...



Una leyenda para nuestros orígenes

Texto de A.R. Barranco
Ilustraciones de Azucena Martínez


Un paraíso en peligro
 Cuenta la leyenda que hace unos 15.000 años, cuando los humanos que vivían en nuestras tierras aun habitaban en cuevas y se alimentaban de raíces y frutos silvestres, había una isla en el océano llamada Atlántida.


 Los atlantes eran altos, curiosos y decididos. Les gustaban mirar las estrellas y se preguntaban el porqué de las cosas que ocurrían a su alrededor.                                  
 En el centro de la isla había una gran montaña con mucha nieve. Cuando ésta se derretía formaba siete ríos que bajaban en diferentes pendientes hacia el mar.
 El agua dulce era muy apreciada por todos; así que construyeron varias presas  para retener el agua y aprovecharla para regar, beber y jugar. Era un pueblo feliz que había aprendido a cantar y a divertirse.
  Pero tenían un serio problema: hacía tiempo que se habían dado cuenta de que cada vez había menos nieve en la montaña y, para colmo de males, de vez en cuando se movía la tierra,  se rompían las presas y el agua del mar entraba en la isla y se perdían las cosechas.

 Por eso decidieron comentar el problema con el hombre más sabio de los atlantes: Gerión, también llamado el hombre de las tres cabezas: una para estudiar el firmamento, otra para velar por su tierra y la tercera para ayudar a su pueblo.
 Gerión escuchó a su pueblo, comprendió su miedo.  Él sospechaba que había un volcán muy por debajo de la isla que amenazaba  con arrasarlo todo. Gerión pensó durante bastante tiempo cual sería la mejor forma de afrontar la catástrofe que se avecinaba y no encontraba ninguna solución; pero tampoco quería asustar más a sus vecinos; así que prometió averiguar lo que estaba pasado y cayó su propia inquietud.
Un día, bajo a la costa, como quien se da un agradable paseo; pero algo le rondaba en la cabeza. Buscó el taller de Aeva, la constructora de barcos. Pero, cuando vio a la joven, no pudo pensar ni decir nada. Tropezó varias veces, rompió unas tablillas que había apoyadas en un banco y metió un pie en un cubo de agua. Aeva se puso seria y le pidió que se fuera;  pero por dentro se sonreía por lo nervioso que se había puesto el hombre más sabio y, según ella, más atractivo de la isla.
La siguiente vez que se vieron fue en la poza del río que llamaba Argal. Aeva solía ir allí, como muchos atlantes, para tomar baños calientes; pero Gerión, cada vez más preocupado, había ido para tomar la temperatura del agua. Esta vez fue Aeva la que se acercó a él y, sentándose  a su lado, le preguntó por su visita al taller.
Gerión no podía remediar tartamudear cuando ella estaba cerca; pero a pesar de todo le pidió que le hablara de su trabajo con los barcos y terminó preguntándole si sería posible construir uno con un palo largo en el centro al que se le pudieran enganchar algunos trapos grandes. De esta manera se podría aprovechar el empuje del viento para navegar más deprisa. A una chica curiosa y resuelta como era le encantó la idea y no pasaron dos días que ya estaba manos a la obra.
Gerión visitaba el taller con frecuencia, para ver como iba el trabajo y comentar la mejor forma de hacerlo. Ya no tropezaba tanto; pero seguía tartamudeando, sobretodo cuando ella se le acercaba. Aeva se daba cuenta y le gustaba; pero también se dio cuenta de que, el día en que él no aparecía por el taller, se sentía triste y ansiosa al volver a casa. Así que, decidida, como era, le propuso compartir su vida, sus sueños y su futuro.
Gerión aceptó sin pensarlo, sin comprender que cuando una pareja decide compartir su vida no puede tener secretos… y él los tenía: sabía que la isla iba a desaparecer muy pronto y que él no podría hacer nada por impedirlo.
Una noche en que se habían dado muchos besos de piquito, Aeva le pregunto en que pensaba cuando miraba la montaña y se ponía tan serio; y él, por primera vez, le contó la verdad. Aeva escuchó en silencio a aquel hombre que tenía su confianza, su respeto y su corazón. Pensó en el barco que habían diseñado juntos y comprendió la verdadera razón del encargo: buscar una nueva tierra para su pueblo y entendió su tristeza pues  no todos los atlantes tendrían una oportunidad. Aeva abrazó dulcemente a Gerión con la seguridad de que entre los dos habría algo más que esperanza.
Nueve meses después, en una fría mañana de primavera, nació Tartess. Y su madre, orgullosa, le dijo a su marido: “Yo construiré muchos barcos con grandes velas y tu enseñarás  a nuestro hijo los caminos de las estrellas. Él encontrará una nueva Atlántida. Ahora debemos hablar con nuestro pueblo.
Tartess pasó su niñez jugando, aprendiendo y sobretodo disfrutando del amor de sus padres y de todos los que le rodeaban.
Y, demasiado pronto, se convirtió en un muchacho fuerte, inteligente y decidido.  Muchos de sus amigos se habían  preparado, como él, para la gran misión. Partirían en los barcos de dos en dos; en todas las direcciones posibles, buscando tierra firme para un nuevo mundo.
Cuando apenas contaba 12 años, un gran temblor zarandeó la isla y supo que había llegado el momento. Aquella noche recorrió con su padre la isla, ayudando en lo que podían y reuniendo a los que iban a partir. Tartess navegaría hacia el sol naciente y e iría acompañado de su maestra y amiga Wan-cha, curtidora y guardiana de la memoria.
En el embarcadero del Sol Brillante  quedaron unos pequeños esquifes para la pesca y en el muelle más cercano al mar…Gerión, con el corazón roto.


En el camino de los sueños
Durante varios días, Tartess y Wan-cha navegaron con las velas desplegadas al sol naciente. Pero cada vez hacía menos viento y terminaron  y turnándose para remar. Wan-cha lo hacía de día, vigilando siempre su propia sombra para no desviarse del rumbo. Tartess remaba de noche orientándose con las estrellas.
Al sexto día Tartess se tumbo agotado, hambriento y sin esperanzas. No podía dormir; en su mente se confundían la voz de su padre y el ruido de los remos que Wan-cha movía cada vez más despacio. Entonces le pareció oír un chapoteo diferente. Intentó abrir los ojos pero no pudo y al cabo de un momento le pareció que él mismo flotaba en un mar tranquilo y tibio que le invitaba a dejarse ir, a abandonarse a una muerte segura.
Con un último pensamiento se dio cuenta de que estaba respirando y de que, aunque tenía los ojos cerrados, estaba contemplando el fondo del mar en toda su profundidad.
Fue entonces cuando la vio acercándose lentamente hacia él. Una sirena de cabello largo y suave que flotaba a su alrededor como las canciones que le cantaba su madre antes de dormir. Tenía su sonrisa y sus ojos, era su madre.
Cuando despertó el sol estaba alto. Su compañera de viaje seguía con los remos en las manos; pero ya no se movía. Se levantó y la ayudo a meterse debajo de la estrecha sombra de las velas. Ya no remarían más. Se dejarían acunar por las olas  y confiarían en el mar.
Tartess no podía olvidar su sueño. La sonrisa de la bella sirena le transmitía la seguridad de que todo saldría bien.
Al ponerse el sol notaron una leve brisa en la cara y consiguieron fuerzas para incorporarse y beber un trago de agua que aun les quedaba. Fue entonces cuando vio en el mar algo diferente; un color más intenso, un rizo de olas diminutas, un frescor en el aire… cogió de nuevo los remos y se dirigió hacia aquella franja de mar que se extendía delante de su barco como una carretera  de cuatro pistas; era una corriente marina.
Cuando el barco se acercó bastante, un fuerte golpe de aire hincho las velas y los remolcó como volando a través de las olas, sin pausa, en la buena dirección. Durante la noche se dieron cuenta de que no viajaban solos. Un grupo de delfines nadaba alrededor del barco y parecían reírse y parlotear entre ellos. Saltaban y jugaban todo el rato; nadando siempre por delante como si quisieran ayudarles a ir más y más deprisa.
Al amanecer del séptimo día vieron tierra. Lo habían conseguido. Su padre tenía razón; había tierra firme al otro lado del mar y, por tanto, la esperanza de un mundo nuevo para su pueblo.
Unos días más tarde Tartess y Wan-cha habían enconchado agua y alimento, se habían repuesto de la dura travesía y se disponía a explorar tierra adentro; cuando un grupo de hombres y mujeres vestidos con pieles se acercaron a ellos.
Eran gente primitiva que casi no sabía hablar y mucho menos su idioma pero pronto se entendieron por gestos y dibujos en la arena.
El hombre más alto y fuerte llevaba un largo palo en la mano y parecía su jefe. Se llamaba Teide y pronto hizo buenas migas con Wan-cha.
Durante los meses siguientes convivieron juntos. Nuestros amigos les enseñaron nuevas formas de pesca, diferentes maneras de preparar alimentos en el fuego y a construir techos de madera delante de las cuevas donde vivían; pero lo que más les interesó fue la forma de tratar a unos animales que vivían sueltos por los campos muy parecidos a las cabras. Los atraparon, les sacaron la leche, les enseñaron a elaborar queso y a aprovechar mejor las pieles de los que morían. Los habitantes se convirtieron en unos excelentes pastoreros.
Pero Tartess se dio cuenta, después de varias excursiones, de que aquella tierra era una isla y no quería que la historia de su pueblo volviera a repetirse. Debía embarcar de nuevo y buscar tierra firme donde comenzar una nueva vida sin la amenaza del fuego.
Y, a pesar de que Wan-cha no pensaba igual, (ella tenía muchos conocimientos que ofrecer a aquella gente y además Teide parecía cada vez más interesado en mantenerla a su lado) él estaba decidido a continuar su viaje en busca de una nueva Atlántida, aunque fuera solo.
Muy a su pesar, sus nuevos amigos le ayudaron a preparar agua y alimentos para muchos días y una mañana se hizo a la mar entre abrazos y lágrimas.
Con el tiempo, Wan-cha terminó haciendo su vida con Teide y tuvieron varios hijos, fuertes como su padre y sabios como su madre, a los que todos llamaban los hijos de Wan-cha (todavía hoy, las gentes de aquellas tierras son conocidos como los guanches).
Tartess siguió su viaje durante bastantes días, siguiendo siempre la corriente marina que le había ayudado a llegar a la isla de Teide; hasta que un día avistó una nueva tierra en el horizonte. El corazón le latía deprisa. Quería llegar cuanto antes. Tenía el presentimiento de que aquella era la tierra que buscaba; pero también que ya era demasiado tarde para salvar a su pueblo.
Saco los remos y estuvo remando durante el resto del día y cuando el sol estaba cerca del horizonte algo oscureció el cielo casi completamente. Cuando se giró para ver que pasaba vio que un gran muro de agua se levantaba a su espalda y se acercaba rápidamente.
Su mente se quedó en blanco. Este era su fin; pero de pronto se acordó del sueño que tuvo con su madre y confió una vez más. Dejó los remos en el suelo del barco se abrazó al mástil y espero.
Dos día más tarde, varios niños andaban por la playa recogiendo conchas y peces muertos que había dejado el tsunami a su paso, cuando vieron a un hombre tirado en la orilla. Parecía muerto; pero aún respiraba.
 Los días siguientes fueron para todos como volver a nacer. Tartess tenía un nuevo pueblo y aquellas gentes descubrieron poco a poco gracias a su nuevo amigo el valor, la sabiduría y el poder que te da tener un propósito.


La tierra del delta
Tartess vivió entre ellos  hasta la edad de dieciocho años. Recorrió todas las tierras del delta, fundó un pequeño pueblo al que llamó Atlanterra.  Les transmitió todos los conocimientos que tenía de su niñez en la Atlántida y se convirtió en el hombre más querido y respetado por todos.
Uno de los conocimientos que más le ayudó a ganarse el respeto de aquellas gentes que ahora consideraba como su pueblo era su habilidad para la pesca que junto a la utilización de la sal para conservarla, se convirtió en el mejor recurso para su alimentación.
Allí en las salinas conoció a Almadraba, una niña vivaracha y soñadora con la que simpatizó enseguida. Una mañana en que recogía la sal para cambiarla río arriba por otros productos, Almadraba le contó a Tartess su sueño. Construir una gran trampa para pescar el gran atún rojo. A Tartess le pareció una estupenda idea. Al principio les costó mucho convencer al resto de los pescadores; pero terminaron discutiendo el tema en serio y dedicaron mucho tiempo y esfuerzo en el gran proyecto.
 Otro de sus grandes amigos, quizás el que más, era Argantonio, un joven curioso y tenaz; que confiaba en Tartess ciegamente y sabía que su amistad era la promesa de una vida llena de aventuras y grandes cambios.
No es de extrañar que juntos recorrieran las tierras hacia el oeste; intentando establecer contacto con nuevas gentes y ayudando a mejorar su forma de vida.
Una tarde, después de cruzar un río al que llamaron Tinto, Tartess reconoció en la tierra el color de los metales y recordó el día en que, siendo muy niño, Gerión, su amado padre lo llevó a la fundición. Esa misma noche, al calor de un buen fuego le contó a Argantonio como su pueblo calentaba un cierto tipo de tierra hasta que se obtenía una pasta a la que, cuando se enfriaba, llamaban metal.
Argantonio se prometió a si mismo intentarlo tantas veces como hiciera falta hasta conseguirlo. Tres años más tarde y después de muchos intentos tenían una verdadera fundición de la que salían ollas, herramientas y escudos. Abastecían a muchos pueblos de los alrededores y los llevaban hasta Atlanterra, la ciudad del Delta. Una vez repartido todo el metal, quedaban con las carretas  en las marismas para volver juntos entre el polvo del camino.
Pero Tartess sentía que su propósito no estaba cumplido. Sabía que si continuaba con la empresa de la fundición nunca sabría como era aquella tierra. Estaba decidido a remontar el río hasta llegar a la montaña donde tenía su nacimiento y desde allí comprobar que aquella tierra no era una isla y que la montaña no tenía fuego en su interior. Así que propuso a todo aquel que quisiera acompañarlo la gran aventura.
A la edad de 23 años había construido varios barcos pequeños y había reunido a un buen número de jóvenes aventureros dispuestos a descubrir nuevas tierras, a conocer nuevas gentes y a compartir sus conocimientos y sus esperanzas de una vida mejor.
Prometió a Argantonio que regresaría cuando estuviera seguro de haber cumplido con la misión que le encargó su padre y entre los dos construirían una ciudad como recordaba que fue un día el hogar de su niñez. A Almadraba no pudo prometerle nada; ella le había ofrecido su corazón; pero él no podía corresponderle como se merecía.

Remontando el gran río
Con la crecida de las aguas empezó la gran travesía. Tartess y sus amigos aventureros remontaron el Gran río con los pequeños esquifes cargados de sal, pescado seco, algunas ollas y herramientas de metal, hasta que el río perdió profundidad y tuvieron que dejar los barcos. Allí decidieron montar un campamento al que llamaron Ispal, donde se quedaron unos cuantos para  tener siempre contacto con la ciudad del Delta y transportar materiales y noticias. Con el tiempo el campamento se transformó en una gran ciudad que fue conocida como Isbilia.
A partir de allá Tartess y sus amigos remontarían el río a pie y explorarían las tierras de sus vertientes entablando relación con las gentes primitivas que se encontraban, intercambiando materiales y conocimientos; pero buscando siempre la fuente de sus aguas.
Así pasaron el resto de la primavera y el verano; pero cuando las aguas menguaron decidieron seguir la ruta hacia el sur e intentar pasar el invierno en la vertiente sur de una gran cadena de montañas que se extendían en esa dirección.
Al otro lado se abría una gran cuenca que bajaba hasta el mar. El clima era muy suave y sus gentes hospitalarias, despiertas y entendían muy bien de tratos y trueques.
Allí, a orillas del mar, Tartess pasaba muchos días pescando y pensando. Un día vio acercarse a la orilla un pequeño barco muy parecido a los que construía Aeva solo que éste parecía más ligero y manejable, tenía las velas cuadradas y en la proa, tallada en madera, la cabeza de un hombre con la larga cabellera al viento. El corazón de Tartess galopaba como un caballo salvaje y el recuerdo de sus padres se apoderó de él con una esperanza renovada.
Pero el único tripulante del barco era un joven aventurero llamado Fenicio que venía desde lejanas tierras recorriendo la costa.
Traía consigo unas ánforas con un líquido denso, transparente y muy rico al que llamaba óleo. Este líquido era muy apreciado por todos y cada vez que venía era recibido con gran alegría. Lo utilizaban para muchas cosas pero lo que más les gustaba era el sabor que le daba al pescaíto cuando lo cocinaban con él.

En las largas noches de invierno, Fenicio le describió el mar por el que navegaba desde los doce años, las islas y las costas en las que atracaba y hacía sus negocios; pero lo que interesó más a Tartess fue la historia de su  barco. Fenicio había llegado a las costas de la gran tierra de Hércules en medio de una gran tormenta que había destrozado su barco casi completamente.
Unos días más tarde conoció a una mujer muy interesada en los barcos, el mar y las gentes que navegaban por él. Ella le ayudó a construir un nuevo barco, al que puso las velas al estilo del pueblo de Fenicio y colocó en la proa una talla de madera que representaba la cabeza de hombre con los cabellos al viento.
La mujer había perdido a su marido en una gran inundación y esta era  la imagen de su recuerdo.
Tartess conocía muy bien las manos que habían construido aquel barco y los rasgos del mascarón de proa. La esperanza de encontrar de nuevo a su madre arraigó en su pecho ese invierno varias veces se imaginó a si mismo surcando el mar en dirección al sol naciente en busca de aquella mujer.
Pero no se dejó arrastrar por sus impulsos. Permaneció en la costa compartiendo con Fenicio su experiencia y sus anhelos. Le habló de su isla natal y de su nueva tierra, el Delta, de su amigo Argantonio, de la fundición y comercio del metal y le habló de su amiga Almadraba, de su imaginación y tenacidad, de su gran corazón.
 Fenicio no necesitó más; en la primavera se haría a la mar nuevamente, dispuesto a recorrer la costa hasta en Delta y, con suerte, descubrir el amor.

La niña de los ojos negros
Durante los últimos días del invierno, Tartess, junto a todos los que quisieron acompañarle, escaló de nuevo la montaña y volvió al cauce del gran río y pasaron la primavera remontando sus aguas hasta el inicio de un nuevo verano.
Esta vez abandonó el cauce hacia el norte, donde se alzaban unas montañas oscuras, llenas de vida y frescor. Allí encontraron un pueblo alegre que había conseguido domesticar caballo, jabalíes y gallinas. Un pueblo que usaba el fuego para cocinar pero también para unir a sus gentes en celebraciones nocturnas donde cantaban y bailaban hasta el amanecer.
Fue en una de esas fiestas nocturnas cuando Tartess descubrió los ojos de Tínar. La luna se reflejaba en sus pupilas y el resplandor del fuego jugaba con su boca haciéndole creer que sus labios hablaban de lo profundo del firmamento, sin pronunciar palabra. Tartess se sumergió en aquellos ojos  noches enteras.
Los días se hicieron cada vez más cortos y el frío terminó por hacerse dueño de la montaña. Tartess decidió pasar el invierno con sus nuevos amigos en las cuevas que les servían de refugio y vivir el amor  comprendiendo que su vida no tendría sentido lejos del misterio de aquella mujer.
Durante el día reunían leña para el fuego, cuidaban de sus animales y fabricaban recipientes con la corteza de algunos árboles. Tartess les regaló una gran olla de metal y todo el pescado en salazón que les quedaba. Al anochecer se reunía con Tinar y hablaban; unas veces con palabras pero casi siempre en silencio, sobre su vida pasada, sus anhelos, sus propósitos… Así fue como Tinar supo del largo viaje de Tartess y la razón por la que éste debía continuar su camino.
Entonces, un frío amanecer de primavera, cuando el sueño vencía los ojos de Tartess, Tinar entrelazó sus manos en las suyas y le susurró “iré contigo”.
El nuevo remonte por el río transcurrió con mucha más compañía puesto que muchos de los habitantes de la sierra se unieron a la travesía. Día tras día Tartess comprobaba que el cauce siempre continuaba hacia el Este remontando una cadena de montañas que parecía no tener fin. Pero un atardecer de mediados de verano llegaron a las fuentes.
A pesar del calor del día aquella noche fue fresca y húmeda. El nacimiento del río no parecía tener un sitio concreto; las aguas manaban de la tierra por todas partes y reflejaban el resplandor de la luna como lo hacían los ojos de su amada Tinar.
En los días siguientes Tartess y sus amigos exploraron la zona, tomaron la temperatura del agua y buscaron indicios de movimientos de tierra como hacía su padre en los lejanos días del fin de su isla. Nada. Definitivamente esta era la tierra para un nuevo mundo. Si Gerión y Aeva pudieran verlo, si pudieran compartir con ellos la plenitud de su corazón
. Unos días más tarde Tinar le habló de los espíritus y de cómo su pueblo honraba su recuerdo a través de ceremonias que traspasaban el tiempo y el espacio. Así fue como decidieron plantar unos tejos, que el pueblo de Tinar consideraba sagrados, para que perduraran por miles de años y fueran el reflejo del gran respeto que sentían por aquella tierra y por todos los seres que la habían habitado y por todos los que la habitarían en el tiempo que estaba por venir.

Al fin un hogar
Pronto descendieron nuevamente por el cauce del río, dispuestos a emprender el camino de vuelta antes de que el frío del invierno les atrapara en la montaña; pero era demasiado tarde. Las primeras nieves les sorprendieron sin refugio y ya casi no les quedaban alimentos. Tartess decidió entonces dejar el cauce y seguir hacia el sur. No era la primera vez que soñaba con su madre cuando la situación se hacía insostenible, y aquella noche Aeva era una anciana mujer con aros en las orejas que, sentada a la entrada de una cueva, le sonreía y le señalaba una gran montaña nevada hacia el sur.
Aunque aquel invierno fue largo, frío y penoso, tuvieron la suerte de encontrar un gran valle con forma de olla en el que abundaban las cuevas. Este era el mejor refugio que se podría tener; pero a pesar de todo se pasaban gran parte del día cavando y ahondando las cuevas en parte por mejorar las condiciones del refugio, en parte porque este trabajo los mantenía calientes y alegres. Cuando llegó el buen tiempo había conseguido unas viviendas acogedoras y seguras y, además, una forma de vida que muchos de ellos quisieron continuar allí.
Tartess, Tinar y otros más aventureros continuaron su viaje hacia el sur en cuanto los días empezaron a ser más largos. Todavía tuvieron que atravesar varios  parajes nevados hasta que el terreno empezó a descender hacia un gran valle contenido por la montaña más alta e imponente que jamás habían visto sus ojos. La nieve fulguraba como la sonrisa de la anciana Aeva de su sueño y el valle era la promesa de un vergel como una nueva Atlántida en todo su esplendor.
Descendieron ilusionados hasta la que más tarde sería la vega de una gran ciudad; pero esa noche la pasaron a orillas de un pequeño humedal al que Tartess dio en llamar el estanque Tinar, como prenda de su amor.
Siete años más tarde, cientos de cuevas eran habitadas, grandes extensiones de terreno cultivadas y las aguas que generosamente descendían de la sierra nevada eran conducidas para riego y regocijo de las gentes que vivían en aquella tierra.
Entonces Tartess emprendió un nuevo viaje. Esta vez seguiría hacia el sur e intentaría rodear la montaña. Su intención era encontrar de nuevo el mar. Su esperanza, volver a estrechar los brazos de su madre.
Así fue como en el verano en que ya cumplía los 33 años y después de recorrer la vertiente sur de la sierra nevada llegó a la costa que miraba al sol naciente; el final de aquella magnífica tierra que descubrió hacía ya casi veinte años.
Cada mañana Tartess y Tinar recorrían la playa; a veces con el agua mojando sus pies, a veces encaramándose a las rocas, oteando el horizonte sin fin. Con frecuencia se adentraban en el mar intentando dominar el movimiento de brazos y piernas que les permitía flotar y desplazarse; pero Tartess no perdía la oportunidad de preguntar a la gente con la que se encontraba por la mujer que construía barcos; pero nadie sabía de su existencia.
Y fue un sueño, como tantas veces, el que le puso en el camino del encuentro. Esta vez Aeva se mostraba de pie, con las piernas abiertas y los brazos extendidos sosteniendo en ellos el arco iris.
Esa mañana cuando Tartess abrió los ojos tenía en ellos el brillo de la esperanza. Ya no volvería a preguntar, ni otearía inquieto el horizonte; ahora sabía que la encontraría.
Unos días más tarde se desató una gran tormenta. Las gentes de la costa abandonaron sus chozas de la costa y treparon las colinas en busca de refugió. Tartess y Tinar ayudaban como podían a acarrear alimentos,  acompañar a los niños o socorrer a los ancianos. Toda una noche de incertidumbre, de riadas y chaparrones hasta el amanecer.
En ese momento el sol se abrió paso entre las nubes y un inmenso arco iris se proyectó en la montaña como un gran manto de protección. Pero para Tartess era la señal esperada. Subió una vez más la montaña intentando situarse bajo el centro de colores antes de que se perdiesen en el azul del amanecer.
Y justo allí, bajo el arco iris, estaba ella, con el cabello completamente blanco, con su sonrisa de sirena, de gitana, de madre; con los brazos extendidos y sus fuertes piernas bien plantadas en el suelo.
El encuentro de Aeva cerró el gran círculo de la leyenda; todo lo demás quedó perdido con el pasar de los años y el devenir de la historia.

         Tartess nunca tuvo hijos pero todos los que le conocieron y los que vinieron después somos sus descendientes, los hijos de Tartessos, gentes hospitalarias, tolerantes, curiosas y ávidas de conocimiento; hermanos en el mismo propósito que el padre de nuestros orígenes: hacer cada día de nuestra tierra un mundo mejor.
A.R. Barranco


                    

sábado, 9 de marzo de 2013

Fiestas en el Chaparral


Estas son algunas de nuestras amigas del Chaparral.
 Han venido a la romería por San Isidro y se lo están pasando a lo grande.

Por mayo se está bien a la sombra con algo fresquito y jaleico en directo

Otros prefieren la interperie, entre carretas, vecinos y el polvo de Los pinos.



La gente del Chaparral es resistente, apasionada y sobretó, sabe divertirse


Cuatro bellezonas de las nuestras. Aquí no hace falta el "fotochop"
Un poco de movimiento a pesar del calor 

El quema de aros tampoco fue muy afortunado. Si hubiera sido con globos de agua...

Lo que si triunfó fue la alegría y la imaginación

Cruz de mayo

Cruz de medallones de plastilina sobre tobogán infantil.
En nuestro caso los elementos folklóricos son sustituidos por...

Una cruz fuera de concurso

 El día 3 de mayo celebramos el "día de la cruz". Es una fiesta típica de nuestra ciudad, Granada.
Tiene su origen en las antiguas rencillas entre moros y cristianos; pero hoy es más bien un motivo de convivencia entre vecinos.
Cada barrio, peña, asociación, comercio... o grupo de amigos monta su cruz y la lía parda.



Lo normal es forrarla de claveles; pero cada vez es más popular, hacerlo de alguna cosa original y divertida.


El entorno también es importante.

Lo tradicional son las macetas de geranios, los mantones de Manila, los cobres, la guitarra... y una manzana con unas tijeras cavadas (pregúntanos porqué). 



otros más lúdicos





martes, 5 de marzo de 2013

Echamos de menos el Encuentro de narices

Este es el parque Guaynabo; uno de los lugares favoritos de los payasos que venían a nuestro pueblo...en otros tiempos. Durante una semana los teníamos en los colegios, el el centro de salud, en el teatro, en el mercaíllo, por las calles y plazas, en la ludo...

Todos nos contagiábamos de su alegría y terminábamos con la nariz redonda y el corazón a flor de labios.

Esa tarde contribuimos al encuentro con un taller de sombreros. ¿mola?

otro de pompones reciclados y...

juegos fresquitos: voley globo,

gallinica chorreando,

pato, pato, pato...¡agua!
concurso de chistes cortos... en fin!; buenos momentos con buena gente para buenos recuerdos.